El Rambo de Canning

Por Elio Salmón | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Esta historia que les voy a contar la viví en la década de los 90, en el barrio San Martín de Porres. Existió un hombre con fuerza sobrehumana y de una magistral puntería con la gomera: Moncho Garmendia. Era un imán para nosotros los niños de Canning. Para los adultos, un loco más. Era una especie de superhéroe de los más inquietos y salvajes de la barriada. Usaba una vincha al estilo Rambo, y una musculosa negra que resaltaba sus brazos robustos, marcados por cicatrices.
En este grupo todos teníamos morrales de jean, con balines de tosca, gomeras de suero en nuestro cuello y bolsillos con bolitas. Gilbert, Nelson, Seba, Calu, Dani, Toto, David, Diego, Chizo y quien les escribe, Peter, formábamos la tribu. Nos retroalimentábamos y compartíamos casi todo. Moncho usaba una gomera de goma muy ancha de suero, nadie estiraba esa gomera excepto él, que vivía de la caza.
Hemos compartido experiencias increíbles. Esta tribu tenía un lenguaje particular. Moncho era mal hablado e inventaba palabras graciosas. Una especie de lunfardo del bajo Canning. Nosotros las repetíamos y expresábamos nuestra alegría de pertenecer a ese mundo, que otros no entendían. Él era una persona mayor, de unos 33 años.
Época de familias numerosas, en la barra había hermanos, primos y vecinos. Nuestros padres le tenían confianza al Moncho. Había dos potreros que usábamos, dependiendo de los días y la lluvia. ¡Cada partido se armaba! Jugábamos horas y horas, por la cocacola o por el honor. A veinte goles o treinta goles. Éramos fanáticos. Moncho usaba unos botines de punta de acero, pesadísimos, con los que metía goles de donde quería. Era una máquina jugando, los pibes más grandes no querían jugar con él, decían que estaba loco. Para nosotros, era nuestro Maestro en todas las ciencias callejeras y un experto en guiarnos a las mejores aventuras.
Cada día había una odisea luego de cumplir nuestras responsabilidades escolares y algunas consignas que mamá o papá nos pidieran. Había jornadas de fútbol en la canchita y bolitas; días de cazar liebres, perdices y palomas, pescar ranas en los bajos del barrio, o viejas del agua y anguilas en el costado de la trocha. Otros veces caminábamos por las casaquintas y los lotes baldíos donde pedíamos o recolectábamos ciruelas, mandarinas, quinotos. Cuando hacía calor, íbamos a la pileta abandonada conocida como la verdosa. En esa casi se mata Dani, que no sabía nadar.
Mis días preferidos eran los de ir a buscar y vender pelotitas de golf a los judíos o coreanos. Las encontrábamos al borde del tejido luego de patear varias horas entre los pastizales. Eran temporadas de torneos. Moncho conseguía entrar a las lagunas una vez al mes, cuando no se usaba la cancha, y luego repartía las pelotitas, para que las vendiéramos, y así, ganar unos pesos. Como Aquaman, Moncho nadaba hasta lo más profundo.
Él tenía acceso privilegiado. Había visto cómo le robaban herramientas al club (las revoleaban por encima del tejido), y entonces, le avisó al capataz de la entidad. En recompensa, podía meterse a la laguna a buscar pelotitas. Las lagunas de los campos de Golf tenían muchos peces, y nos contaba cómo nadaba entre ellos y los acariciaba.
Éramos afortunados y no lo sabíamos. Nos brillaban los ojos al escucharlo. Atentos, parábamos las orejas para oírlo, lo seguíamos como moscas.
Recuerdo las risas contagiosas entre palabras mal dichas. Nos descostillábamos. Moncho era analfabeto. Dejó el colegio, porque se le cruzaban las letras y no podía leer. Sin embargo, era un gran narrador de leyendas y anécdotas. Nos hablaba de la causa de sus cicatrices, del alma mula, el lobizón, los pomberitos, el hombre gato de Villa Golf.
La última historia verídica fue la de la sirena lagunera. Dejamos de ir a vender pelotitas desde que nos contó que una bicha se le apareció. En Esperanza Club se llevó el susto de su vida. Encontró un cofre cerrado en la profundidad, custodiado por una sirena de ojos rojos.
Nos reíamos, a carcajadas.
—¡Vos y tus historias! ¡Somos chicos, pero no bobos! —le gritábamos en coro—. ¡Dale, que ganamos unos pesos vendiendo pelotitas!
Moncho replicó:
—La sirena me dijo que dejara ese cofre y que me fuera. Es una maldición depositada en ese fondo pantanoso. Qué nunca más volviera a esa laguna. Que allí no debía estar… si me quedaba, iba a morir… No me daban los brazos para nadar y salir…
Desde ese momento ya no quiso nadar en esa laguna ni en ninguna otra, por miedo a volver a encontrarse con sirenas laguneras.
Con los chicos le creímos. Dejamos de vender pelotitas de golf y nunca más frecuentamos ese sitio misterioso de Canning.
No puedo contar muchos más detalles. Debo respetar el voto secreto que hicimos con la tribu y el Moncho Garmendia, que en paz descanse.

Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar