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Hasta donde me lleve el viento

Por Z Giménez(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Había un ratón de color marrón tiza que caminaba sobre la gris y opaca vereda del nuevo Anfiteatro de Ezeiza. A unos metros, mientras el sol de la mañana acariciaba la fresca brisa de septiembre, se encontró con un zapato mucho más grande que él, de color verde oscuro, solitario y muy gastado. El ratón le preguntó qué camino debía tomar para ir a su lugar favorito de una plaza, donde siempre encontraba manjares deliciosos y no había peligro de cruzarse con gatos, perros o personas muy enojonas. El zapato no le respondió. El ratón, triste, se fue por un camino desconocido. Tenía muy mala memoria, pero se consideraba aventurero. En el trayecto vio un pedazo de diario arrugado con un dibujo de Mafalda. Le hizo la misma pregunta que al zapato, con la esperanza de que, esta vez, sí le respondiera. Recibió el silencio como respuesta.
Arriba de un árbol, una ardilla se reía. Al encontrarse sus miradas, la ardilla le hizo señas al ratón hacia lo más alto de otro árbol: una golondrina parda revocaba un nido. El ratón, con una agilidad aprendida en la calle, pudo subir a la cima en un periquete. Se presentó a la golondrina y le hizo la misma pregunta que venía repitiendo sin cansarse.
La golondrina no solo le dijo que conocía un camino más rápido, sino que también podía llevarlo si cumplía uno de sus deseos: tener un compañero para tomar té con miel. Luego de deleitarse con historias, una buena bebida caliente, dulce y galletitas de agua, emprendieron la travesía. El ratón se subió emocionado a la espalda de la golondrina, quien se dejó caer desde la cima del árbol, abriendo sus alas a medio camino del suelo. La vista desde lo alto era hermosa y cautivadora. La golondrina prácticamente no maniobraba: dejaba que el viento guiara su vuelo. Al regresar, se despidieron con la promesa de volver a verse.
En la calle, la ardilla se reencontró con el ratón y, riéndose, le confesó que la golondrina le había mentido: se trataba de un aguilucho de los que cazan roedores. El ratón se plantó firme ante la ardilla, defendiendo a su nuevo mejor amigo, quien era diferente y solo buscaba compañía. Seguramente, muchos lo juzgaban sin conocerlo. Y, mientras la ardilla se alejaba murmurando, el ratón aún sentía la suavidad del viento y las plumas del ave. Un recuerdo que quedaría grabado en ese hermoso atardecer.

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(*)Concurre al Taller de Escritura para las Infancias, de la Municipalidad de Ezeiza.

Mi amigo José

Por Marcelo Serlik(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


—Este mundo es una mierda —decía mientras tomaba el último trago de un café. Una sentencia con que había terminado varias charlas de entre amigos.
No era precisamente un pesimista, pero con su mirada crítica, invariablemente señalaba alguna reserva respecto de cualquier tema. En el amor, la medicina o el fútbol seguramente sus protagonistas escondían algún interés espurio.
No le había ido bien en la vida. Todo lo que había emprendido, en mayor o menor medida, terminó en un indisimulable fracaso. Sus matrimonios, que habían sido varios, concluyeron más o menos del mismo modo. La mujer de turno, deslumbrada al principio, cansándose de los aprietos económicos y la incertidumbre, terminaba decepcionada, desalojándolo del peor modo de su lado, esperando mejor suerte. Algunas de ellas no se equivocaron. Pudieron encontrar algún hombre más próspero que le ofrecía proyectos de menor vuelo, pero de mayor consistencia. Por su parte, nunca se mostraba despechado. Atribuía la elección a la limitada perspicacia femenina.
José era un sujeto de inteligencia destacable, pero que tenía un registro particular de la realidad en la concepción de sus proyectos. Soñaba tozudamente sin poder medir las consecuencias.
Muchas veces lo escuché describir lo que se proponía llevar a cabo con, a mi juicio, candidez infantil. En vano intenté persuadirlo de desistir de su propósito, hasta que por fin, impermeable a mis argumentos, me resignaba a escucharlo en silencio, mientras describía febrilmente cada detalle de su disparatada empresa.
Debo confesar que me producía cierta fascinación escucharlo en su inconmovible convicción, permitiéndose lo que pocos hombres hacemos. En su tenacidad, sólo se detenía, no sin perplejidad, parado entre los restos de la catástrofe, atribuyendo el resultado a algún detalle que tendría en cuenta la próxima vez. El mundo estaba irremediablemente equivocado y eso complicaba más las cosas.

(*)El relato forma parte del libro Solo episodios (Patio al Sur, 2025) de Marcelo Serlik.

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Una posibilidad entre mil

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Durante mi infancia, solíamos hacer travesuras a la hora de la siesta cuando los mayores dormían y nosotros no sabíamos cómo superar el aburrimiento.
Un verano, deambulaba por la casa escuchando el tic-tac de un reloj de pared, ronquidos lejanos, el zumbido de las moscas. Me veo con unos diez años, de pantalones cortos y descalzo, espantando con los pies unas hormigas que avanzaban en fila, cargando hojas y ramitas hasta una grieta junto a la pared.  
En una de esas vueltas sin rumbo, descubrí un electrodo de soldar, que mi viejo había dejado sobre la mesa del comedor. Él nos prohibía tocar esas varillas metálicas, además de sus herramientas, en general. La advertencia era clara y repetida, pero... la tentación era más fuerte...
Me puse a jugar imaginando que era una espada. Me transformé en el Zorro, enfrentando a un ejército en la galería. El sonido cortando el aire me hacía sentir poderoso, como si realmente pudiera salvar a un inocente, o dejar mi marca con una Z.
No duró mucho tiempo mi duelo con los villanos invisibles. Un enchufe de baquelita, de aquellos que se atornillaban a una maderita redonda, me llamó la atención.
Ese enchufe tenía algo hipnótico. Me acerqué y comencé un nuevo juego: arrojar el electrodo cual dardo, calculando que era casi imposible que ingresara en uno de los agujeros. Supuse que podría entrar uno de cada mil disparos.
Eso me daba libertad para arrojarlo sin temor. Así lo hice una, dos veces, y varias más; siempre rebotaba hacia mi mano... bueno, no siempre...
Desconozco en qué momento entró. Solo recuerdo la chispa, el fogonazo, el sacudón en el cuerpo entero. La patada que me pegó fue tan grande que el grito despertó a todos, y vinieron corriendo a ver qué sucedía.
Sentí la electricidad como si un rayo me hubiera recorrido desde la punta de la mano hasta los talones. No sé qué le contesté a mamá ni sé cómo quedó la cosa.
Yo que nunca fui bueno para las matemáticas, aunque fuera inteligente y calculador en otras cosas, esa tarde aprendí algo nuevo: una posibilidad entre mil no tiene que ser necesariamente la última en hacerse realidad.

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La historia no leída

Por Patricia Cancela(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Sandra era una niña mimada, siempre veía pasar la chanchita con muy poca gente.Vivía frente a la estación La Unión, en medio de unas pocas casas dispersas y la despensa de don Sotelo, que con sus manos avejentadas cortaba el papel para darle el azúcar.
—¡Pícara Sandra, te preparo medio kilo de azúcar y un kilo de pan!
Creció pisando barro con sus botas largas hasta las rodillas. Caminaba esas cuadras interminables, entre las huellas que dejaba el carro del lechero. En esas calles saltaba, corría como un conejo y se metía por todos los rincones.
A siete cuadras de la casa estaba la Escuela Nº 13 Ricardo Rojas, a la que empezó a concurrir a los seis añitos. Su amiga Bety la ayudaba en sus estudios. A escondidas de su mamá, dibujaba. Si la descubría, ella la retaba. No quería que Sandra perdiera el tiempo con esas cosas.
Por leer poco y mal, repitió 1º año y sucedió lo mismo con 3º y 6º. Tampoco terminó la secundaria.
Empezó a trabajar duro de jovencita. En varias casas, limpiando. Cuidó niños y tejió con máquinas industriales. Pasó por varios negocios y hasta hizo de parquista. Muchos eran trabajos pesados para ella, casi una adolescente. Sin embargo, nunca
perdió la sonrisa que la caracterizaba.
Un día volvió a dibujar y la vida misma le dio lo que no le habían permitido.
Pintó el rojo de su pasión, el verde de los inmensos terrenos de La Unión, el celeste y blanco del cielo que la hacía soñar, el negro de su tristeza pasada. Pintó su casa, el gran gallinero, la huerta, su perrita Coli…
Noches de carbón, leña, farol, velas y la luz de la luna alumbraban su vivienda. Los colores tomaron forma de su biografía.
Se ocupó día a día llevando sus pinturas a plazas, esquinas, bares. Allí admiraban esas imágenes. Un giro inconmensurable y necesario.
Una galería de bellas artes la contrató. Exhibió en bastidores su increíble arte. Eran páginas con una escritura diferente, a pincel y colores. Escritas sin saber leer del todo, apenas pudiendo escribir. Era su historia: la historia no leída.

(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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Observándonos (satélites)

Por Pablo Ruocco | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Todavía no se ven. Siempre es la primera vez. Él sigue caminando a los tumbos, habla con nadie, espera que algo suceda. Se aferra a su maletín con algunos libros y papeles sueltos. Ese es su lugar seguro. Solo en la escritura encontró alivio durante los años de encierro. Las tardes pasan en el jardín pequeño, apenas iluminado, ajeno a todo y a todos. Enfermeras que lo invitan de manera poco amable a que se sume al campeonato de canasta o al bingo con los demás. Él acepta, con una sonrisa a medio camino. Ahora está por cruzar. Ya no entiende de semáforos ni de sendas peatonales. Nadie anda por esa calle un domingo a la mañana, salvo aquella mujer. La descubre y siente que los ojos le brillan. El cuerpo añejo se vigoriza, como si algo de la situación de voyeur lo eyectara a su adolescencia de barrio, mala junta y picardías. Está cansado. Descubre un banco, se sienta.
Ella sigue esperando, le escupe al mozo enojos que no le corresponden. Le exige el calor de un café que aguardaba desde su niñez, cuando su papá le hacía el desayuno sin tiempo para juegos. Ahora a ella no le sobra el tiempo para las dos hijas, que la esperan con los ojos entrecerrados sin rendirse hasta que vuelva. Ni tampoco para el mozo. Ni para atender esa llamada. Se levanta, agarra algunas cosas y deja otras con la intención de volver. El teléfono insistente. Palpitaciones como gritos, miedo por la reincidencia de eventos pasados, aunque siempre sean nuevos. Lo descubre a lo lejos: sentado en un banco, mirándola con una cara vacía. Apura el paso, sabe que puede hacer o decir cualquier cosa. Que no está bien, que cómo puede ser que lo hayan descuidado. Que cómo un hombre mayor y tan limitado puede burlar la seguridad de un lugar tan costoso.
El encuentro se impone: él, ajeno a toda historia previa; ella, deseosa de que el futuro no se extienda demasiado, cansada de ser un cuerpo que orbita alrededor de otros. Lo que ninguno de los dos sabe es que acaban de salvarse. Ella no llegará a la reunión que tenía destino de estafa y dolor, él volverá cuando el campeonato de canasta haya terminado, como siempre que se escapa. Aunque no lo recuerde. Como siempre. 

(*)El cuento forma parte del libro Sorbos de Soda (Patio al Sur, 2025), de Pablo Ruocco, inspirado en canciones del grupo Soda Stereo.

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Información importante

Por Ezequiel Pelliza Goicochea | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Cada día que pasa, hay más datos que se acumulan para el futuro. ¿Qué hacer con tanto flujo de información? Los Racionalistas Empedernidos proponen recordar solo aquello que merezca ser recordado. Enfrente tienen a los Cuidadores de la Insignificancia, liderados por Marco Millán. Ellos retrucan que ese postulado implica dar por sentados los intereses de las generaciones futuras, y que no sabemos qué puede servirles. Por ende, no hay datos inútiles: lo que hoy desechamos podría ser la salvación dentro de 300 años.
Esta discusión avanzó y empujó a todos hacia los extremos. Marco se fue obsesionando con datos random, con cosas que no le interesan a nadie. Ni siquiera a él. No le importa lo que recuerda, sino el recordar mismo: el mero ejercicio de la memoria, el guardar porque sí, la pura acumulación por deporte.
Puede recitar el apellido de cada uno de sus compañeros del preescolar y el nombre científico de cada planta y ave que dan nombre a las calles de La Unión y Tristán Suárez. Y, como adepto a la cultura pop, no faltan los datos en ese sentido: el número de cada Pokémon, la cantidad de árboles que aparecen en El Señor de los Anillos, cuántas puertas tiene un Destructor Imperial de Star Wars, cuántos caracteres posee la saga Dune y cuántas tildes hay en cada libro de Asimov.
Los cinéfilos Max Ribeiro y Lucas Barre, con total malicia, quisieron ponerlo a prueba. Le preguntaron cuántos segundos dura cada película de David Lynch y cuántas personas aplaudieron en el cine luego de ver El exorcista el día de su estreno. Marco les respondió al instante, dejándolos boquiabiertos.
Envalentonado por este cúmulo de información vana, el líder de los Cuidadores de la Insignificancia fue olvidando cosas que en nuestra época sí son útiles. Se especula con que pronto no recordará cómo comer, ir al baño o al kiosco a comprar un alfajor. Algunos hasta auguran que ya no sabrá respirar.
Pero no son más que suposiciones sin fundamento. Lo concreto es que ayer le preguntaron cómo se llamaba… y dudó un buen rato antes de responder.
Y lo hizo mal.

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¡Señor, una naranja!

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


El otro día, miraba a los chicos de la escuelita 25 en el patio. Como es habitual, tiraban todos sus desperdicios en cualquier parte menos en los cestos de basura. Así se amontonaban todo tipo de papelitos, envoltorios, cajitas de jugo, botellitas de gaseosa y restos de las frutas que se les entregaban.
Lo mismo sucedía en la vereda y en la calle. Allí, las cotorras picoteaban algún resto de manzana.
Son chicos, pensaba y me preguntaba: ¿directora, docentes, auxiliares o celadores no instruían y exhortaban a que eso no suceda? Algunos me responderían: todo comienza en casa…
Fui hacia el kiosco de la esquina a comprar mis azucaradas Don Satur para el mate. Vi dos naranjas tiradas en la calle…
Seguí, hice mi compra y, al regresar, las levanté. Las inspeccioné y se veían muy bien. Me comí las ricas naranjas en la vereda, mientras un chico de la escuela me miraba atento detrás del enrejado.
Me venían a la cabeza esos horribles videos de TikTok de chicos enfermos de desnutrición del otro lado del mundo, en guerra.
—Señor, señor… —me gritó tímidamente el niño que me observaba, con una naranja en la mano.
—Hola, amiguito, ¿qué pasa? —pregunté.
Extendió su mano a través de la reja, ofreciéndome su naranja, y dijo:
—Para usted.
Crucé la calle, me puse frente a él y le pregunté:
—¿No te gustan las naranjas?
—Sí, me gustan, pero a usted también. Lo vi levantando dos de la calle —dijo con su voz enternecedora.
—Ah, sí. Me daba pena que tiraran la comida. Mi mamá me enseñó que eso no se hace. Otros no tienen.
—¿No la quiere? —insistió.
—No, gracias. Ya me comí dos. Otro día, tal vez. Mejor comela vos y deciles a tus compañeros que, cuando no quieran la manzana o la naranja, antes de tirarla se la ofrezcan a otro compañero.
—¡Buena idea! —dijo sonriendo, y salió corriendo tras el sonido del timbre.

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El Piazzolla del palo de lluvia

Por Torosaurio | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


El sábado recibí en La Palabra al músico Gonzalo Simonetti Koreck y compartimos unos mates. Sabiéndolo hombre de conocimientos populares, le pregunté si tendría una historia para la contratapa.
—Más vale —respondió—. Le voy a hablar sobre Heriberto Robles, palodelluvista profesional de El Tala.
—¿Paloqué, Simonetti? —dije pasándole un verde.
—Palodelluvista, Torosaurio. Que toca el palo de lluvia. Y no interrumpa. —Chupó mate y lo devolvió—. Robles era mundialmente famoso. Lo apodaban “El Piazzolla del palo de lluvia”. Tocaba usando un método derivado del karate. Él mismo lo había desarrollado. Consistía en mover las manos a velocidades sobrehumanas. Robles era especialmente admirado por Rodrigo Ikaslea, palodelluvista cañuelense. Ikaslea ofreció una fortuna a Robles para aprender sus trucos. Robles aceptó. Pronto, Ikaslea descubrió que su ídolo era súper exigente. Lo trompeaba cada vez que se equivocaba en una canción. Si el error era muy pronunciado, lo agarraba a latigazos. Ikaslea aguantó seis meses pero su mente se fue deteriorando. Un día, Robles le ordenó que tocara el tango “Desencuentro” en versión para palo de lluvia. Cuando Ikaslea lerró un compás, le metió una patada voladora. Ikaslea respondió a su ídolo encajándole el instrumento por la garganta. Robles reventó en el acto. Luego, Ikaslea decapitó el cadáver, arrancó carne y órganos del cráneo, trituró los huesos y con esos pedacitos armó un nuevo palo de lluvia.
—Un toque excesivo —dije cebando un amargo.
—Eso dijo la policía. Hoy Ikaslea deleita con su necroinstrumento a los presos del penal de Ezeiza. Pegó buena onda con los compas y es muy feliz. No hay mal que por bien no venga, vio.
—¡Qué macabro, Simonetti! Ya que estamos, ¿desea promocionar algo en la contratapa?
(Lo que sigue es posta, lectores. Está chequeado).
—¡Por supuesto! Acabo de sacar un EP. Se llama Tanaturgia. Ahí busco unir el tango y la canción criolla con el post-punk. Los lectores de La Palabra lo pueden escuchar en Spotify, Bandcamp y YouTube. ¡Les va a encantar! Muchas gracias por el espacio, Torosaurio. Y también por sus mates. ¡Cada vez le salen mejor!


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Crónicas de Nadie

Por Marco Millán(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Se levantó, haciendo crujir sus huesos. El mendigo se subió el cinto y decidió seguir caminando toda la noche.
Atravesando la entrada del Paseo La Trocha, distinguió el débil resplandor de un fuego oculto en un pozo. Había un puñado de gente acurrucada alrededor de una olla.
—Hola, ¿por qué pasás de largo tan silenciosamente? ¿Quién sos? —preguntó una voz joven.
—Nadie —contestó el viajero—. Solo un mendigo.
—No es seguro andar solo a estas horas —replicó la voz—. Aquí hay sitio para descansar, si aceptás.
Era una noche sin luna. El anciano tardó en distinguir la figura del muchacho, quien, acercándose, lo miró a la cara y agregó:
—¿Puedo ofrecerte algo para tomar?
—Un poco de agua, si les sobra.
—Tenemos vino.
Hacía mucho tiempo que el viejo no probaba vino, y sabía que no era lo mejor para el estómago vacío.
—Agradezco el ofrecimiento. Prefiero agua.
—Un poco de agua primero y vino después —insistió el joven, y llevó al mendigo hasta un barril.
El viajero se agachó y bebió casi con desesperación. El frescor y la dulzura del agua lo revitalizaron.
—Se nota que llevás tiempo en la calle. ¿Cómo te llamás?
El mendigo volvió a sorprenderse. Hacía años que no le preguntaban su nombre. Tanto, que tuvo que pensarlo.
—Nadie —contestó por fin.
—Yo me llamo Ariel —respondió el anfitrión, acercando al anciano al fuego—. Ellas son Reina, Ivonn y Jacqueline. Ellos: Federico, Carlos, Daniela, Dolores y Fernando.
Ariel le sirvió vino a Nadie en un vaso de lata. Después le dio un plato con un porción de arroz. Era una comida sencilla y no había mucha cantidad, pero a Nadie le pareció un banquete. Fue demasiado para el mendigo: las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y se perdieron en su desprolija barba blanca.
Ariel lo vio y se apresuró a preguntar:
—¿Qué te sucede?
—Soy un idiota —dijo Nadie, como si hablara para sí mismo—. Hacía mucho tiempo que no se portaban tan bien conmigo.
Ariel sonrió y le puso una mano en el hombro.
—No tengo nada que darles —murmuró el anciano.
El anfitrión ensanchó la sonrisa y le dijo:
—Somos un grupo especial. Lo que más valoramos nosotros es una cosa que todo el mundo posee.
El hombre vio que las caras que había alrededor del fuego alzaban los ojos para mirarlo, expectantes.
—Queremos escuchar tu historia —anunció Ariel.
La visita empezó a hablar. En el relato había amor, felicidad, decepciones, dolor, anécdotas. Al terminar, todos se quedaron mudos, mirándose unos a otros. Cuando amanecía, para ellos y para sí mismo, Nadie se había convertido en Alguien.

(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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Rondas nocturnas

Por Reina Franco(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


En una noche lluviosa de invierno, una joven hermosa de cabellos rubios ingresó por la puerta principal del hospital. Raquel, enfermera comprometida con su trabajo, había comenzado a trabajar en el lugar a mediados de 1955. Saludó a una de las secretarias. Se dirigió hacia las escaleras. Vio que una de las puertas del pabellón estaba abierta y la cerró al pasar.
Mientras hacía sus rondas, notó que la habitación 90 estaba ocupada, aunque no había ningún paciente registrado. Al abrir la puerta, encontró la cama vacía, con sábanas manchadas de sangre. Un susurro débil surgió desde debajo de la cama. Raquel se agachó y encontró una persona pálida y demacrada. El individuo salió de su escondite con rapidez y se abalanzó sobre Raquel, agitando un bisturí. La enfermera gritó hasta que un oficial de seguridad llegó a socorrerla.
Sangre espesa cubría su rostro, pero, al no sentir dolor ni laceración, creyó que esa sangre pertenecía al atacante. Quizás se había cortado en su locura.
Ese día, Raquel llegó a su casa decidida a renunciar. Sin embargo, su amor por el oficio era tan fuerte que no pudo evitar retornar.
Cuando regresó al establecimiento sanitario, preguntó a sus compañeros por el paciente de la habitación 90, pero nadie sabía nada. Ingresó a la habitación, un poco temerosa. No había nada. El aire se sentía pesado, como si algo le presionara el pecho. Salió y vio un corredor oscuro y lúgubre que antes no estaba. Escuchó murmullos que parecían venir de todas direcciones. La enfermera corrió espantada y no se detuvo hasta estar lo suficientemente lejos. Decidió darse la vuelta. Desde allí no se veía el edificio que recordaba: parecía un centro educativo.
En su hogar, asustada, creyó haber imaginado todo producto del shock. Entró en su habitación y se tropezó con un estante. Varios libros y hojas volaron por el aire. La página de un diario viejo se posó sobre sus pies. Con horror, vio su foto y su nombre en una nota antigua, con el siguiente título: “Tragedia en Barrio Uno: paciente psiquiátrico asesina a una enfermera del Policlínico de Ezeiza. Raquel Santos, de 25 años, fue apuñalada con un bisturí. El asesino se quitó la vida”.
Raquel miró el diario por un largo rato. De alguna forma, seguía allí. Ya era el momento de dejarse ir. La joven suspiró profundo y cerró los ojos. Volvió a abrirlos frente a su propia tumba.

(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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Yo te avisé, Charly

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Lo vi sentado en el Parque Central, como casi todos los días, en el banco de siempre, con una botella vacía de Sprite y una visera dada vuelta.
Para cuando quise escapar, el loco Marcelo me miró fijo y me gritó:
—¡Venite, Charly, descubrí algo groso!
Caminé hacia él, resignado, y entonces arrancó:
—¿Vos sabés lo que están haciendo con la gente? No, no sabés… Mirá, te cuento: hace un año que vengo observando. Acá cerca, desde temprano, la gente hace fila como hormigas: viejos, jóvenes, todos… Van a hacerse un trámite rarísimo. ¿Sabés para qué? ¡Para que les escaneen el iris a cambio de unas criptomonedas!
Le dije que algo había escuchado, pero que no estaba tan al tanto de la movida.
—Me metí en Google y todo indica lo mismo: esa empresa está denunciada, procesada y rajada de varios países. Literalmente, ¡rajada! Así decía el artículo. No me lo estoy inventando
Hizo una pausa dramática.
—Tampoco sé muy bien qué es una criptomoneda, eh… eso lo admito. Pero a la gente parece encantarle. Supongo que, como está todo tan caro, uno se agarra de lo que sea para juntar unos mangos. Aunque no sepas ni qué te están sacando.
Se acomodó la visera.
—¿Y sabés qué te sacan? ¡Todos los datos! El iris, el alma, el horóscopo chino, ¡todo! Y uno pregunta: “¿Será en nombre de la ciencia?”. ¡No, papá! ¡Es Superman!
Lo miré con cara de “¿Eh?”, pero no aflojó.
—Sí, Superman. Escuchame: investigando por ahí, llegué a la conclusión de que las criptomonedas están hechas de criptonita. ¡Crip-to-ni-ta! Y no es casualidad, no, no… Viene de Criptón, ¿me entendés? Es un plan maestro de los alienígenas. Superman está preparando una invasión silenciosa con millones de supermanes, y los únicos que se van a salvar de ser esclavos del nuevo orden mundial son los que tengan las criptomonedas esas.
Se quedó en silencio. Me miró fijo. Levantó el índice.
—¡Ojo, eh! Yo te avisé, Charly.
Le agradecí la charla, como si se tratara de una consulta médica. Me fui caminando despacio, con una mezcla de risa, dudas y algo de miedo. Uno nunca sabe: en este mundo tan raro, capaz un día nos despertamos en medio de una invasión, con vigilantes en cada esquina, pidiéndonos el QR del iris para dejarnos pasar.

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La senda peatonal

Por Daniela Rondeau (*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Ando en bici desde que aprendí a hacerlo. No me gusta depender de otros y la bici es libertad: de manejar el viento, la calle, las palabras. Una buena bici es primordial. Con frenos precisos, con ruedas fuertes, veloces y livianas, te lleva y avanza. Necesito que cada pedaleo me haga ir hacia adelante. Así me gusta y así es como, siendo mamá, sigo haciéndolo. Ahora que somos dos, nos divertimos más andando y ya no viajamos en cole.
Ezeiza es bici. Es nuestro barrio; conocemos sus calles, sus horarios, los cruces y sus contramanos. Y conocemos sus semáforos.
Le enseñé a mi hijo que el rojo es detenerse y el verde es avanzar. No saberlo puede ser fatal.
El viernes tomé la bici y fuimos por la bicisenda porque es segura, y eso es esencial para una mamá. Lo difícil siempre es pasar por el paso a nivel del Puente de la Trocha. Los autos apurados se adueñan del espacio. No siempre están demorados; a veces son dueños de algo, y todos quieren pasar como el agua que corre por una bajada: así de livianos, flojos, sin obstáculos. Pero, ¿cómo sería eso? Se me dan vuelta los ojos intentando descifrarlo.
Esa tarde pasé. El semáforo estaba en rojo para el inmenso micro, y eso me habilitó, pero el chofer no miró. No se enteró de que el semáforo es una herramienta que ayuda a ordenar el caos. No lo supo, nadie se lo exigió, entonces no lo usó.
¿Tan pequeños éramos? ¿Tan insignificantes una mamá y su hijo, en bici, que no frenó? Tan indefensos ante la negligencia de un conductor. Tan en sus manos y en su decisión. Como hormigas que se pueden pisar. Así me sentí ante esa posibilidad.
El gigante vino sobre nosotros y giré, desechando ese destino. Y él… saltó. La bici se arruinó, y algo de mi sangre quedó en la senda peatonal. Él, mi hijo, se puso a salvo, sin un rasguño. Solo un profundo temor. Una huella en su inocencia. Hoy le teme a ese lugar y a cruzar una calle. Y teme por mí: no se quiere alejar.
El chofer apurado no se disculpó. El semáforo estaba en rojo y no frenó. Cuando le pregunté al policía qué podía hacer, dijo que nada: nada pasó. Yo difiero, creo en hablar sobre lo vivido, creo en mi voz.

(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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El Rambo de Canning

Por Elio Salmón | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Esta historia que les voy a contar la viví en la década de los 90, en el barrio San Martín de Porres. Existió un hombre con fuerza sobrehumana y de una magistral puntería con la gomera: Moncho Garmendia. Era un imán para nosotros los niños de Canning. Para los adultos, un loco más. Era una especie de superhéroe de los más inquietos y salvajes de la barriada. Usaba una vincha al estilo Rambo, y una musculosa negra que resaltaba sus brazos robustos, marcados por cicatrices.
En este grupo todos teníamos morrales de jean, con balines de tosca, gomeras de suero en nuestro cuello y bolsillos con bolitas. Gilbert, Nelson, Seba, Calu, Dani, Toto, David, Diego, Chizo y quien les escribe, Peter, formábamos la tribu. Nos retroalimentábamos y compartíamos casi todo. Moncho usaba una gomera de goma muy ancha de suero, nadie estiraba esa gomera excepto él, que vivía de la caza.
Hemos compartido experiencias increíbles. Esta tribu tenía un lenguaje particular. Moncho era mal hablado e inventaba palabras graciosas. Una especie de lunfardo del bajo Canning. Nosotros las repetíamos y expresábamos nuestra alegría de pertenecer a ese mundo, que otros no entendían. Él era una persona mayor, de unos 33 años.
Época de familias numerosas, en la barra había hermanos, primos y vecinos. Nuestros padres le tenían confianza al Moncho. Había dos potreros que usábamos, dependiendo de los días y la lluvia. ¡Cada partido se armaba! Jugábamos horas y horas, por la cocacola o por el honor. A veinte goles o treinta goles. Éramos fanáticos. Moncho usaba unos botines de punta de acero, pesadísimos, con los que metía goles de donde quería. Era una máquina jugando, los pibes más grandes no querían jugar con él, decían que estaba loco. Para nosotros, era nuestro Maestro en todas las ciencias callejeras y un experto en guiarnos a las mejores aventuras.
Cada día había una odisea luego de cumplir nuestras responsabilidades escolares y algunas consignas que mamá o papá nos pidieran. Había jornadas de fútbol en la canchita y bolitas; días de cazar liebres, perdices y palomas, pescar ranas en los bajos del barrio, o viejas del agua y anguilas en el costado de la trocha. Otros veces caminábamos por las casaquintas y los lotes baldíos donde pedíamos o recolectábamos ciruelas, mandarinas, quinotos. Cuando hacía calor, íbamos a la pileta abandonada conocida como la verdosa. En esa casi se mata Dani, que no sabía nadar.
Mis días preferidos eran los de ir a buscar y vender pelotitas de golf a los judíos o coreanos. Las encontrábamos al borde del tejido luego de patear varias horas entre los pastizales. Eran temporadas de torneos. Moncho conseguía entrar a las lagunas una vez al mes, cuando no se usaba la cancha, y luego repartía las pelotitas, para que las vendiéramos, y así, ganar unos pesos. Como Aquaman, Moncho nadaba hasta lo más profundo.
Él tenía acceso privilegiado. Había visto cómo le robaban herramientas al club (las revoleaban por encima del tejido), y entonces, le avisó al capataz de la entidad. En recompensa, podía meterse a la laguna a buscar pelotitas. Las lagunas de los campos de Golf tenían muchos peces, y nos contaba cómo nadaba entre ellos y los acariciaba.
Éramos afortunados y no lo sabíamos. Nos brillaban los ojos al escucharlo. Atentos, parábamos las orejas para oírlo, lo seguíamos como moscas.
Recuerdo las risas contagiosas entre palabras mal dichas. Nos descostillábamos. Moncho era analfabeto. Dejó el colegio, porque se le cruzaban las letras y no podía leer. Sin embargo, era un gran narrador de leyendas y anécdotas. Nos hablaba de la causa de sus cicatrices, del alma mula, el lobizón, los pomberitos, el hombre gato de Villa Golf.
La última historia verídica fue la de la sirena lagunera. Dejamos de ir a vender pelotitas desde que nos contó que una bicha se le apareció. En Esperanza Club se llevó el susto de su vida. Encontró un cofre cerrado en la profundidad, custodiado por una sirena de ojos rojos.
Nos reíamos, a carcajadas.
—¡Vos y tus historias! ¡Somos chicos, pero no bobos! —le gritábamos en coro—. ¡Dale, que ganamos unos pesos vendiendo pelotitas!
Moncho replicó:
—La sirena me dijo que dejara ese cofre y que me fuera. Es una maldición depositada en ese fondo pantanoso. Qué nunca más volviera a esa laguna. Que allí no debía estar… si me quedaba, iba a morir… No me daban los brazos para nadar y salir…
Desde ese momento ya no quiso nadar en esa laguna ni en ninguna otra, por miedo a volver a encontrarse con sirenas laguneras.
Con los chicos le creímos. Dejamos de vender pelotitas de golf y nunca más frecuentamos ese sitio misterioso de Canning.
No puedo contar muchos más detalles. Debo respetar el voto secreto que hicimos con la tribu y el Moncho Garmendia, que en paz descanse.

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La abu Clotilde

Por Torosaurio | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Clotilde Chisseira era una vecina de 97 años residente en El Tala. De profesión alquimista, Clotilde amaba lanzarles el mal de ojo a sus vecinos.
―Es mi tiro al blanco ―aseguraba.
En el barrio era señalada como una loca peligrosa de carácter podrido. No tenía buena relación ni con su hija Ramona, que vivía a pocas cuadras. Quien sí amaba a Clotilde era Irene, la hija de ocho años de Ramona. Abuela y nieta charlaban por horas. También se sentaban en la vereda de Clotilde y veían quién embocaba más males de ojo a los vecinos.
En 2023 Clotilde se resbaló en la ducha y terminó en el cementerio municipal. Su hija no la lloró. Irene vivió la tragedia con llamativa estoicidad.
―Qué le vamo’ a hacer ―decía―. Una no se puede encariñar mucho con los viejos.
Transcurrida una semana del entierro, la maestra de Irene encargó a sus alumnos un reportaje con algún vecino histórico. El día de la entrega, luego de las demás exposiciones, Irene efectuó una danza ritualística tras la que se materializó el fantasma de su abuela. Sin escuchar el reportaje, maestra y alumnos rajaron despavoridos. La espantada conducción institucional se comunicó con la casa de Irene. Ramona fue a la escuela e intentó calmar al fantasma de su madre, que discutía con las autoridades.
―¡El reglamento no prohíbe que mi nieta me invoque! ―reclamaba Clotilde.
La dirección resolvió que Irene fuera aprobada, aunque en el futuro debía abstenerse de materializar difuntos en la escuela. Por otro lado, Clotilde abandonaría inmediatamente el establecimiento. Las partes aceptaron.
Hoy, cuando Ramona no está en casa, Irene continúa invocando a su abuela. Ambas charlan en la vereda y compiten por ver quién emboca más males de ojo a los vecinos. Clotilde lamenta no haber charlado con los compañeritos de su nieta y ―en sus palabras― aborrece la rigidez del pensamiento materialista de la maestra y de la dirección.
―No entienden nada ―se queja―. ¿Cómo van a reprimir a los pibes por hacer bien la tarea?
―Ya les voy a embocar el mal de ojo ―cierra su nieta.

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El muchacho y la oruga

Por Federico Benítez(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


—¿Ya te salieron las alas? —preguntó la oruga.
—Tardarán unas horas —respondió el muchacho.
—¿Alcanzará para terminar tu crisálida? —cuestionó el insecto.
—Alcanzará. A los humanos nos cuesta menos —respondió, jocoso, el joven.
—¿Me vas a esperar? —susurró la oruga.
—Cuando salgas de tu crisálida, voy a estar ahí para volar juntos —respondió el chico.
—Ummmmm, entiendo —murmuró la oruga—. Voy a extrañar atiborrarme de hojas y balancearme en las plantas de tu jardín… Decime, ¿vos vas a extrañar algo? ¿O vas a poder caminar igual por el jardín y comer hasta saciarte cuando cambies?
Amarga fue la saliva que tragó el joven antes de responder:
—No lo sé. No lo había pensado… Pero voy a tener la ligereza de mis alas, separándome de todos los problemas terrenales. ¡Qué importa el suave jardín si puedo volar como el viento! ¿Y vos cómo sabés el destino de tu cuerpo?
—Nací con el instinto para llegar a este punto —contestó ella, serena—. Una vez que cambiamos, partimos para formar la siguiente generación y alcanzar nuestro destino final. Decime, ¿qué propósito cumple tu cambio?
—¡Eso no te importa! —ladró el muchacho—. ¿Qué sentido tiene el cambio si te espera un dolor tan horrible?
—Es lo que soy, y todos lo saben —respondió el bicho, sereno—. Prueba de esto es la jardinera, que cuida de no ahogarme ni pisarme cuando riega el jardín. Me susurra que espera ver mis bonitos colores. No corren la misma suerte los caracoles… Respondeme la pregunta: ¿cómo es tu cambio? Contame de tu metamorfosis.
—Ah… —tomó aire el joven—. Te voy a mostrar.
Decidido, lanzó la soga por encima de la vieja viga de madera. Empezó a atarla con detenimiento. Acarició la superficie áspera de la cuerda. Tantos años carcomido daban su marchito fruto. Se quedó mirando el ojal que fabricó, como una ventana que daba a un vacío, profundo y húmedo. La cuerda se tensó por la eternidad de unos segundos y luego… se cortó… por la baba de una oruga…
Despertó en una habitación del Hospital de Ezeiza. Lo primero que vio fue la chipá que su madre sostenía en la mano mientras dormía, esperándolo.
No se dio cuenta de la mariposa en su hombro, quizá por estar mirando a la mujer, tal vez por estar metido en sus pensamientos.
—Me mentiste —susurró la mariposa, y junto con ella se marchó la última gota de orgullo del muchacho.
Cuando le abrieron la férula por la fractura en una pierna, sintió que algo se rompía. No era físico, pero lo asustó. En cuanto llegó a las puertas corredizas que daban a la calle, alcanzó los rayos del sol y sintió que su alma se descascaraba. Ahí supo qué era. La mentira a la mariposa se transformaba en una verdad: él estaba saliendo de su crisálida.

(*)Alumno del Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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¿Están entre nosotros?

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


En el vaivén de los pensamientos y los recuerdos, mi abuelo reaparece de manera constante. Él siempre tenía alguna historia para sacarnos una sonrisa, o, bien, para sorprendernos y sacudirnos el aburrimiento de alguna noche de invierno.
El abuelo supo ser amoroso, de esos cariños que quedan tatuados en la memoria. Lo veo aún sentado en la baranda de cemento del tapial de su vieja casa en Villa Guillermina, el sol filtrándose entre las hojas. Allí, en uno de mis cumpleaños, me entregó una lapicera bolígrafo con un billete de cinco pesos enroscado y atado con una bandita elástica. Un tesoro de la infancia.
Tras la muerte de la abuela, él se mudó a Entre Ríos, a la casa de su hija. Las visitas se hicieron una rareza; solo estuve con él una vez más, en la ciudad de Gualeguay, cuando se hallaba internado en aquella clínica blanca y fría.
Notarlo tan frágil me sacudió tanto que mi cabeza se cubrió de caspa. Durante varias semanas partículas blancas cayeron sobre mí como papel picado en un triste carnaval.
Aunque esa vez zafó, los años lo fueron apagando. El día que finalmente murió, no pude despedirme.
Una noche, pocas semanas después de su partida, estábamos con mi esposa cenando en silencio frente a dos televisores apilados: en el de abajo solo sonido, en el de arriba, imágenes neblinosas. Mirábamos un capítulo de la serie Los invasores. En esa antigua producción inglesa, el arquitecto David Vincent lucha por demostrar que extraterrestres caminan entre nosotros, disfrazados de humanos. Nadie le cree, claro. Él es un loco, un obsesionado, un paria.
Comíamos unos ricos fideos cuando, en medio de una persecusión de autos, una sombra cruzó frente a las pantallas. Se movía con andar cansino y un sombrero de ala ancha, famoso en nuestra familia. ¿Estaba sufriendo una alucinación? ¿Sería víctima de un hecho paranormal?
Helado, con el tenedor suspendido en el aire, le pregunté a mi esposa.
—¡¿Vos viste algo?!
La Corta, pálida, respondió:
—Sí… Pasó tu abuelo.

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Dios y los espejos rotos

Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


César Rinaudo, vecino de Tala Ezeiza, es un ateo militante y un refutador nato. Le gusta reflexionar sobre arte, política y religión, siempre llevándole la contra a todos, especialmente a quienes expresan alguna convicción religiosa.
—Creer en Dios es cosa de la infancia. Pensar que todo ocurre por un orden superior es una tontería —suele decir al comenzar muchas charlas que pronto derivan en discusiones o en profundos desencuentros.
Algunos amigos lo bancan en todo, porque es un tipo generoso, un hippie anarco-socialista intuitivo, que ayuda a quien puede. Ellos, además, conocen la contracara de su ateísmo acérrimo: mientras vocifera en contra de la existencia de Dios, notan que sí cree en algo… en la mala suerte.
César evita cruzarse con gatos negros. Se asusta cuando se le cae la sal al piso, o si se rompe un espejo. Siente cierta aprensión al salir a la calle los días 13 y 17. Toca madera para esquivar enfermedades y trata de entrar siempre con el pie derecho a cualquier lugar.
Para incomodarlo, sus amigos organizan asados los viernes 13. Le hablan de vecinos mal aspectados y, de alguna forma, provocan encuentros con los supuestos mufas. Con esas acciones buscan equilibrar las diatribas sacrílegas de Rinaudo.
La semana anterior, al pasar frente a la Iglesia Del Valle, el vecino de Tala Ezeiza se burló de uno de sus amigos que entraba a escuchar la misa de la tarde.
—Si hoy vino Dios, ¡mandale saludos de mi parte!
César iba en bicicleta y, distraído, no se dio cuenta de que doblaba una camioneta en la esquina. Terminó despatarrado en French y Tucumán. Lo trasladaron de urgencia al Hospital de Ezeiza con varios huesos rotos. Su amigo, el creyente, lo acompañó todo el camino.
Apenas se despertó de la anestesia, el amigo no se privó de gastarlo por haberle hecho bullying en la puerta de la parroquia.
—¡Te lo merecés por hereje! —le lanzó.
César, serio, respondió:
—Me mandé una macana imperdonable y terminé internado.
—Sí —dijo su amigo—, te burlaste de Dios en la misma puerta de la iglesia.
—No, eso no —replicó el polemista—. Tengo unos albañiles trabajando en casa, me distraje y pasé por debajo de una escalera.

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El secreto de la escritura

Por Ariel Silva (*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


La pista que encontré durante mi juventud me trajo hasta este sitio. Accedí a ella por parte de un bibliotecario, cuyo nombre no hace falta revelar. En estas líneas quiero dejar testimonio del hallazgo, tras años dedicados a descubrir un camino reservado para muy pocos.
Todo comenzó con una excursión a la Biblioteca Nacional de Argentina. Ese día pedí la novela El nombre de la rosa con la intención de releerla. Cuando la abrí en busca de los pasajes que más me gustaban, cayeron unas hojas con nombres de otros libros, citas, números de ediciones y cientos de datos que fui comprendiendo con el paso del tiempo. Había también un texto que hablaba de la semilla del escritor.
A lo largo de décadas fui buscando esos libros. Al compás de leerlos, até cabos que me enviaban a diferentes bibliotecas. Recorrí así el país entero en lo que se transformó en una vida corriendo tras el viento, según expresaban quienes escuchaban mi objetivo.
Cuando llegué a los treinta años, contaba con mucha información sobre el rumor que corre en ciertos ámbitos: todos los grandes escritores han descubierto una semilla y, tras usarla, la ocultaron para otros elegidos. En Rusia dio sus frutos con Guerra y paz, los ingleses la vieron florecer con Orgullo y prejuicio, los franceses con Madame Bovary; también se vieron favorecidos los latinoamericanos con Cien años de soledad y los del norte con Por quién doblan las campanas. Seguir con la enumeración me parece banal.
El último dato que conseguí me llevó al lugar exacto al que ha llegado la semilla, escondida de la mano del mismísimo Borges, en un lugar descampado de zona sur, en el que ahora está el Parque Los Álamos.
Cuando al fin desentierre la semilla, los sesenta años que pasé recorriendo el mundo en su búsqueda, mi paso por todos los continentes, cada acción, todo… tendrá sentido…
***
—Así dice la carta que encontré, Ramírez —dijo el policía mientras alumbraba con una linterna un cuerpo—. Su mano parece estar apretando algo. La rigidez no me deja ver qué hay dentro.
Cuando llegó el forense y pudo constatar que el anciano había sufrido un paro cardíaco, abrieron su mano. Allí encontraron una semilla. En su interior hallaron la frase griega h μαγεία δεν υπάρχει, traducida en varios idiomas. En castellano quiere decir: la magia no existe.

(*)Alumno del Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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El último Gliptodonte

Por Juan Carlos Frías | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


El último gliptodonte vivía en la pampa húmeda del Gran Buenos Aires. El avance de la civilización lo tenía a maltraer. En esa región debía andar escondiéndose. Muchas diligencias, al pasar por los caminos, intentaban atraparlo y siempre debía meterse en alguna cueva. Los gauchos de a caballo le arrojaban lanzas, pero nunca resultó herido gracias a la resistencia de su caparazón. Vivía incómodo por la constante intromisión del ser humano.
Durante una tarde de otoño, mirando el horizonte rojizo de un atardecer pampeano, decidió tomar rumbo hacia el norte. Se había enterado por rumores que el viento traía desde lejos y por relatos de aves migratorias, que allí vivía un pariente lejano: el armadillo. Después de trajinar durante meses, arrastrando su pesado cuerpo sobre el suelo agrietado y soportando el calor de los días y el frío de las noches, llegó a un lugar que parecía tranquilo. Se asentó a la orilla de la ruta 16, entre Monte Quemado y El Caburé. Entre montes dispersos y el zumbido constante de los insectos, cavó su nueva cueva.
No pasó mucho tiempo antes de encontrarse con uno de sus parientes. Era un armadillo simpático, de andar ágil y mirada curiosa. Se hicieron grandes amigos. Se cuidaban entre sí, compartían la cueva y los alimentos: raíces, insectos y alguna fruta caída de los arbustos cercanos. Por primera vez en mucho tiempo, el gliptodonte se sentía acompañado.
Una tarde, su amigo armadillo salió en busca de comida por la orilla de la ruta 16, con tan mala suerte que fue atrapado por un cazador furtivo que se movía en una moto YBR 250. 
Al ver la escena desde su cueva, el gliptodonte no dudó en actuar como lo hacían sus ancestros en la época de los megaterios y los tigres dientes de sable. Avanzó a gran velocidad, sacudiendo la tierra con cada paso y embistió la moto con su mayor fuerza.
Desde entonces, el gliptodonte recorre el país con una corona: una pieza retorcida de la moto YBR 250, que brilla como una insignia en medio de su frente. Hace poco lo vi jugando a las estatuas en el jardín del artista plástico Carlos Renoldi.

(*)Cuento inspirado en una escultura de metal de Carlos Renoldi.

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El recuerdo de Pocho Beltrán

Por Torosaurio | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Amancio “Pocho” Beltrán era un fiel integrante de la Unidad Básica Camporita, del B° Tres Américas. Inquieto, patriota y algo sentimental, a sus 77 años, concurría cotidianamente al local donde mateaba con las militantes Fabiana Torrego y Nicole Cardoña. Este 1° de mayo se cumple un siglo de su nacimiento y el 23° aniversario de su partida.
El Día del Trabajador del 2002, Beltrán ingresó a la unidad y se encontró con una torta con la cara de Evita y docenas de globos que decían “¡Felicidades, compañero!”.
Al final del salón había una máquina de peluches rebosante de muñequitos del General Perón.
Mientras Torrego y Cardoña le cantaban el feliz cumpleaños, un lacrimógeno Pocho se dirigió a la máquina. En mitad del camino cayó redondo al piso. Las militantes intentaron reanimarlo. Fue en vano: Pocho había fallecido.
Tras el entierro, Torrego y Cardoña comenzaron a oír la voz del muerto cada vez que mateaban en el local.
—¡Compañeras! —clamaba—. No quiero exiliarme sin mi peluchito. ¡Ayúdenme a volver!
Hartas de no poder tomar mate tranquilas, Torrego y Cardoña acudieron a Zulema Gianegra, maestra plástica amateur, tarotista diplomada y personaje habitual en esta sección. Le pidieron que les saque de encima el fantasma. Arreglaron el pago y Gianegra accedió.
La noche del 20 de junio, las militantes recibieron a Gianegra en Camporita. La tarotista efectuó una danza invocatoria y, tras un temblor, en la calle se abrió una grieta de la que brotó un automóvil Justicialista Gran Sport.
La puerta del conductor se abrió y bajó un Pocho-zombi puro hueso y harapos. Pocho empezó a desplazarse muy lentamente hacia la máquina de peluches, que continuaba en el mismo rincón.
Cardoña y Torrego se ofrecieron a acercarle su objetivo. El zombi se negó. Las militantes optaron por matear con Gianegra. En eso estaban cuando sucumbieron al sueño. Despertaron al amanecer. No había rastro ni de la grieta en la calle ni del coche justicialista ni de Pocho.
Sorprendidas, Torrego y Cardoña contaron los peluches de la máquina. Faltaba un Perón. Gianegra encontró una carta al pie del aparato. Con una sonrisa de satisfacción, leyó en voz alta: “Vivir sólo cuesta vida, compañeras. Disfruten y no se queden sin su peluchito. Muchas gracias por las mateadas. El General deja saludos”.

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