Crónicas de Nadie

Por Marco Millán(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Se levantó, haciendo crujir sus huesos. El mendigo se subió el cinto y decidió seguir caminando toda la noche.
Atravesando la entrada del Paseo La Trocha, distinguió el débil resplandor de un fuego oculto en un pozo. Había un puñado de gente acurrucada alrededor de una olla.
—Hola, ¿por qué pasás de largo tan silenciosamente? ¿Quién sos? —preguntó una voz joven.
—Nadie —contestó el viajero—. Solo un mendigo.
—No es seguro andar solo a estas horas —replicó la voz—. Aquí hay sitio para descansar, si aceptás.
Era una noche sin luna. El anciano tardó en distinguir la figura del muchacho, quien, acercándose, lo miró a la cara y agregó:
—¿Puedo ofrecerte algo para tomar?
—Un poco de agua, si les sobra.
—Tenemos vino.
Hacía mucho tiempo que el viejo no probaba vino, y sabía que no era lo mejor para el estómago vacío.
—Agradezco el ofrecimiento. Prefiero agua.
—Un poco de agua primero y vino después —insistió el joven, y llevó al mendigo hasta un barril.
El viajero se agachó y bebió casi con desesperación. El frescor y la dulzura del agua lo revitalizaron.
—Se nota que llevás tiempo en la calle. ¿Cómo te llamás?
El mendigo volvió a sorprenderse. Hacía años que no le preguntaban su nombre. Tanto, que tuvo que pensarlo.
—Nadie —contestó por fin.
—Yo me llamo Ariel —respondió el anfitrión, acercando al anciano al fuego—. Ellas son Reina, Ivonn y Jacqueline. Ellos: Federico, Carlos, Daniela, Dolores y Fernando.
Ariel le sirvió vino a Nadie en un vaso de lata. Después le dio un plato con un porción de arroz. Era una comida sencilla y no había mucha cantidad, pero a Nadie le pareció un banquete. Fue demasiado para el mendigo: las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y se perdieron en su desprolija barba blanca.
Ariel lo vio y se apresuró a preguntar:
—¿Qué te sucede?
—Soy un idiota —dijo Nadie, como si hablara para sí mismo—. Hacía mucho tiempo que no se portaban tan bien conmigo.
Ariel sonrió y le puso una mano en el hombro.
—No tengo nada que darles —murmuró el anciano.
El anfitrión ensanchó la sonrisa y le dijo:
—Somos un grupo especial. Lo que más valoramos nosotros es una cosa que todo el mundo posee.
El hombre vio que las caras que había alrededor del fuego alzaban los ojos para mirarlo, expectantes.
—Queremos escuchar tu historia —anunció Ariel.
La visita empezó a hablar. En el relato había amor, felicidad, decepciones, dolor, anécdotas. Al terminar, todos se quedaron mudos, mirándose unos a otros. Cuando amanecía, para ellos y para sí mismo, Nadie se había convertido en Alguien.

(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.

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