Por Z Giménez(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Había un ratón de color marrón tiza que caminaba sobre la gris y opaca vereda del nuevo Anfiteatro de Ezeiza. A unos metros, mientras el sol de la mañana acariciaba la fresca brisa de septiembre, se encontró con un zapato mucho más grande que él, de color verde oscuro, solitario y muy gastado. El ratón le preguntó qué camino debía tomar para ir a su lugar favorito de una plaza, donde siempre encontraba manjares deliciosos y no había peligro de cruzarse con gatos, perros o personas muy enojonas. El zapato no le respondió. El ratón, triste, se fue por un camino desconocido. Tenía muy mala memoria, pero se consideraba aventurero. En el trayecto vio un pedazo de diario arrugado con un dibujo de Mafalda. Le hizo la misma pregunta que al zapato, con la esperanza de que, esta vez, sí le respondiera. Recibió el silencio como respuesta.
Arriba de un árbol, una ardilla se reía. Al encontrarse sus miradas, la ardilla le hizo señas al ratón hacia lo más alto de otro árbol: una golondrina parda revocaba un nido. El ratón, con una agilidad aprendida en la calle, pudo subir a la cima en un periquete. Se presentó a la golondrina y le hizo la misma pregunta que venía repitiendo sin cansarse.
La golondrina no solo le dijo que conocía un camino más rápido, sino que también podía llevarlo si cumplía uno de sus deseos: tener un compañero para tomar té con miel. Luego de deleitarse con historias, una buena bebida caliente, dulce y galletitas de agua, emprendieron la travesía. El ratón se subió emocionado a la espalda de la golondrina, quien se dejó caer desde la cima del árbol, abriendo sus alas a medio camino del suelo. La vista desde lo alto era hermosa y cautivadora. La golondrina prácticamente no maniobraba: dejaba que el viento guiara su vuelo. Al regresar, se despidieron con la promesa de volver a verse.
En la calle, la ardilla se reencontró con el ratón y, riéndose, le confesó que la golondrina le había mentido: se trataba de un aguilucho de los que cazan roedores. El ratón se plantó firme ante la ardilla, defendiendo a su nuevo mejor amigo, quien era diferente y solo buscaba compañía. Seguramente, muchos lo juzgaban sin conocerlo. Y, mientras la ardilla se alejaba murmurando, el ratón aún sentía la suavidad del viento y las plumas del ave. Un recuerdo que quedaría grabado en ese hermoso atardecer.
Arriba de un árbol, una ardilla se reía. Al encontrarse sus miradas, la ardilla le hizo señas al ratón hacia lo más alto de otro árbol: una golondrina parda revocaba un nido. El ratón, con una agilidad aprendida en la calle, pudo subir a la cima en un periquete. Se presentó a la golondrina y le hizo la misma pregunta que venía repitiendo sin cansarse.
La golondrina no solo le dijo que conocía un camino más rápido, sino que también podía llevarlo si cumplía uno de sus deseos: tener un compañero para tomar té con miel. Luego de deleitarse con historias, una buena bebida caliente, dulce y galletitas de agua, emprendieron la travesía. El ratón se subió emocionado a la espalda de la golondrina, quien se dejó caer desde la cima del árbol, abriendo sus alas a medio camino del suelo. La vista desde lo alto era hermosa y cautivadora. La golondrina prácticamente no maniobraba: dejaba que el viento guiara su vuelo. Al regresar, se despidieron con la promesa de volver a verse.
En la calle, la ardilla se reencontró con el ratón y, riéndose, le confesó que la golondrina le había mentido: se trataba de un aguilucho de los que cazan roedores. El ratón se plantó firme ante la ardilla, defendiendo a su nuevo mejor amigo, quien era diferente y solo buscaba compañía. Seguramente, muchos lo juzgaban sin conocerlo. Y, mientras la ardilla se alejaba murmurando, el ratón aún sentía la suavidad del viento y las plumas del ave. Un recuerdo que quedaría grabado en ese hermoso atardecer.
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