Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Durante mi infancia, solíamos hacer travesuras a la hora de la siesta cuando los mayores dormían y nosotros no sabíamos cómo superar el aburrimiento.
Un verano, deambulaba por la casa escuchando el tic-tac de un reloj de pared, ronquidos lejanos, el zumbido de las moscas. Me veo con unos diez años, de pantalones cortos y descalzo, espantando con los pies unas hormigas que avanzaban en fila, cargando hojas y ramitas hasta una grieta junto a la pared.
En una de esas vueltas sin rumbo, descubrí un electrodo de soldar, que mi viejo había dejado sobre la mesa del comedor. Él nos prohibía tocar esas varillas metálicas, además de sus herramientas, en general. La advertencia era clara y repetida, pero... la tentación era más fuerte...
Me puse a jugar imaginando que era una espada. Me transformé en el Zorro, enfrentando a un ejército en la galería. El sonido cortando el aire me hacía sentir poderoso, como si realmente pudiera salvar a un inocente, o dejar mi marca con una Z.
No duró mucho tiempo mi duelo con los villanos invisibles. Un enchufe de baquelita, de aquellos que se atornillaban a una maderita redonda, me llamó la atención.
Ese enchufe tenía algo hipnótico. Me acerqué y comencé un nuevo juego: arrojar el electrodo cual dardo, calculando que era casi imposible que ingresara en uno de los agujeros. Supuse que podría entrar uno de cada mil disparos.
Eso me daba libertad para arrojarlo sin temor. Así lo hice una, dos veces, y varias más; siempre rebotaba hacia mi mano... bueno, no siempre...
Desconozco en qué momento entró. Solo recuerdo la chispa, el fogonazo, el sacudón en el cuerpo entero. La patada que me pegó fue tan grande que el grito despertó a todos, y vinieron corriendo a ver qué sucedía.
Sentí la electricidad como si un rayo me hubiera recorrido desde la punta de la mano hasta los talones. No sé qué le contesté a mamá ni sé cómo quedó la cosa.
Yo que nunca fui bueno para las matemáticas, aunque fuera inteligente y calculador en otras cosas, esa tarde aprendí algo nuevo: una posibilidad entre mil no tiene que ser necesariamente la última en hacerse realidad.
Un verano, deambulaba por la casa escuchando el tic-tac de un reloj de pared, ronquidos lejanos, el zumbido de las moscas. Me veo con unos diez años, de pantalones cortos y descalzo, espantando con los pies unas hormigas que avanzaban en fila, cargando hojas y ramitas hasta una grieta junto a la pared.
En una de esas vueltas sin rumbo, descubrí un electrodo de soldar, que mi viejo había dejado sobre la mesa del comedor. Él nos prohibía tocar esas varillas metálicas, además de sus herramientas, en general. La advertencia era clara y repetida, pero... la tentación era más fuerte...
Me puse a jugar imaginando que era una espada. Me transformé en el Zorro, enfrentando a un ejército en la galería. El sonido cortando el aire me hacía sentir poderoso, como si realmente pudiera salvar a un inocente, o dejar mi marca con una Z.
No duró mucho tiempo mi duelo con los villanos invisibles. Un enchufe de baquelita, de aquellos que se atornillaban a una maderita redonda, me llamó la atención.
Ese enchufe tenía algo hipnótico. Me acerqué y comencé un nuevo juego: arrojar el electrodo cual dardo, calculando que era casi imposible que ingresara en uno de los agujeros. Supuse que podría entrar uno de cada mil disparos.
Eso me daba libertad para arrojarlo sin temor. Así lo hice una, dos veces, y varias más; siempre rebotaba hacia mi mano... bueno, no siempre...
Desconozco en qué momento entró. Solo recuerdo la chispa, el fogonazo, el sacudón en el cuerpo entero. La patada que me pegó fue tan grande que el grito despertó a todos, y vinieron corriendo a ver qué sucedía.
Sentí la electricidad como si un rayo me hubiera recorrido desde la punta de la mano hasta los talones. No sé qué le contesté a mamá ni sé cómo quedó la cosa.
Yo que nunca fui bueno para las matemáticas, aunque fuera inteligente y calculador en otras cosas, esa tarde aprendí algo nuevo: una posibilidad entre mil no tiene que ser necesariamente la última en hacerse realidad.
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