El último Gliptodonte

Por Juan Carlos Frías | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


El último gliptodonte vivía en la pampa húmeda del Gran Buenos Aires. El avance de la civilización lo tenía a maltraer. En esa región debía andar escondiéndose. Muchas diligencias, al pasar por los caminos, intentaban atraparlo y siempre debía meterse en alguna cueva. Los gauchos de a caballo le arrojaban lanzas, pero nunca resultó herido gracias a la resistencia de su caparazón. Vivía incómodo por la constante intromisión del ser humano.
Durante una tarde de otoño, mirando el horizonte rojizo de un atardecer pampeano, decidió tomar rumbo hacia el norte. Se había enterado por rumores que el viento traía desde lejos y por relatos de aves migratorias, que allí vivía un pariente lejano: el armadillo. Después de trajinar durante meses, arrastrando su pesado cuerpo sobre el suelo agrietado y soportando el calor de los días y el frío de las noches, llegó a un lugar que parecía tranquilo. Se asentó a la orilla de la ruta 16, entre Monte Quemado y El Caburé. Entre montes dispersos y el zumbido constante de los insectos, cavó su nueva cueva.
No pasó mucho tiempo antes de encontrarse con uno de sus parientes. Era un armadillo simpático, de andar ágil y mirada curiosa. Se hicieron grandes amigos. Se cuidaban entre sí, compartían la cueva y los alimentos: raíces, insectos y alguna fruta caída de los arbustos cercanos. Por primera vez en mucho tiempo, el gliptodonte se sentía acompañado.
Una tarde, su amigo armadillo salió en busca de comida por la orilla de la ruta 16, con tan mala suerte que fue atrapado por un cazador furtivo que se movía en una moto YBR 250. 
Al ver la escena desde su cueva, el gliptodonte no dudó en actuar como lo hacían sus ancestros en la época de los megaterios y los tigres dientes de sable. Avanzó a gran velocidad, sacudiendo la tierra con cada paso y embistió la moto con su mayor fuerza.
Desde entonces, el gliptodonte recorre el país con una corona: una pieza retorcida de la moto YBR 250, que brilla como una insignia en medio de su frente. Hace poco lo vi jugando a las estatuas en el jardín del artista plástico Carlos Renoldi.

(*)Cuento inspirado en una escultura de metal de Carlos Renoldi.

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