El lunes al mediodía cayó a la redacción un hombre atribulado por un abandono. Verlo ingresar a la oficina fue como presenciar un frente de tormenta: arrastraba una energía densa, con remolinos y nubes negras en el horizonte, a punto de descargar lágrimas y truenos.  
Tenía los ojos enrojecidos, la barba desprolija y un sobretodo desmesurado, con mangas que le llegaban hasta las rodillas.
Lo invité a sentarse y, tratando de sonar amable, le dije:
—¿Qué te anda pasando, viejo? ¿Preocupado por los resultados electorales?
—Nada de eso... o algo, sí —comenzó exponiendo, contradictorio—. Cada vez entiendo menos al mundo. Y el asunto es que, ayer a la noche, se me fue la mano. Ahora estoy solo, ¡solísimo! No tengo con quién discutir, contarle mis sueños, escuchar sus golpeteos. A veces, como usted adivinó, discutíamos por política. Ella era muy de derecha.
Mientras hablaba, movía las mangas y miraba hacia abajo con nerviosismo. Siguió por el mismo sendero un buen rato, enumerando pequeñas costumbres compartidas: el mate amargo, el uso del control remoto, los solitarios con las barajas españolas. Cada frase le salía entrecortada.
Cuando hizo una pausa, le pregunté:
—¿En qué puedo ayudarte?
El hombre se enderezó, respiró hondo y respondió con una firmeza inesperada:
—Quiero recuperarla. Desde hace años, éramos nosotros dos solos. Pensé que ustedes, quizás, podían hacerme una entrevista en la que hable de mi arrepentimiento. Que la nota salga en el diario, en las redes, en la web. Quiero viralizar mi caso, y que ella sepa que la estoy esperando. Esta vez todo será diferente. Ya no la voy a criticar ni comparar con la izquierda idealista. Esa mirada extrema se marchó durante mi juventud.
Tanto dramatismo me incomodaba y, en un rapto de compasión, le propuse escribir una carta de lectores.
—Tenemos una sección que se llama “Usted tiene la palabra”. Allí publicamos testimonios de los vecinos. Podés contar la historia y tal vez así ella se entere.
—No puedo, no puedo, no puedo —repitió con voz quebrada—. Necesito la colaboración de un periodista.
—Está bien: yo escribo. Si estás de acuerdo, imprimo el texto y luego vos ponés firma, aclaración y número de DNI. ¿Te parece bien?
Se arremangó el sobretodo y me mostró sus brazos: terminaban en dos vendajes mochos. Vio mi cara de asombro y entonces lanzó:
—Ya le dije: se me fue la mano.
El silencio se volvió espeso. No sabiendo si reírme o consolarlo, me acomodé detrás del teclado y empecé a tipear la carta de lectores.
Tenía los ojos enrojecidos, la barba desprolija y un sobretodo desmesurado, con mangas que le llegaban hasta las rodillas.
Lo invité a sentarse y, tratando de sonar amable, le dije:
—¿Qué te anda pasando, viejo? ¿Preocupado por los resultados electorales?
—Nada de eso... o algo, sí —comenzó exponiendo, contradictorio—. Cada vez entiendo menos al mundo. Y el asunto es que, ayer a la noche, se me fue la mano. Ahora estoy solo, ¡solísimo! No tengo con quién discutir, contarle mis sueños, escuchar sus golpeteos. A veces, como usted adivinó, discutíamos por política. Ella era muy de derecha.
Mientras hablaba, movía las mangas y miraba hacia abajo con nerviosismo. Siguió por el mismo sendero un buen rato, enumerando pequeñas costumbres compartidas: el mate amargo, el uso del control remoto, los solitarios con las barajas españolas. Cada frase le salía entrecortada.
Cuando hizo una pausa, le pregunté:
—¿En qué puedo ayudarte?
El hombre se enderezó, respiró hondo y respondió con una firmeza inesperada:
—Quiero recuperarla. Desde hace años, éramos nosotros dos solos. Pensé que ustedes, quizás, podían hacerme una entrevista en la que hable de mi arrepentimiento. Que la nota salga en el diario, en las redes, en la web. Quiero viralizar mi caso, y que ella sepa que la estoy esperando. Esta vez todo será diferente. Ya no la voy a criticar ni comparar con la izquierda idealista. Esa mirada extrema se marchó durante mi juventud.
Tanto dramatismo me incomodaba y, en un rapto de compasión, le propuse escribir una carta de lectores.
—Tenemos una sección que se llama “Usted tiene la palabra”. Allí publicamos testimonios de los vecinos. Podés contar la historia y tal vez así ella se entere.
—No puedo, no puedo, no puedo —repitió con voz quebrada—. Necesito la colaboración de un periodista.
—Está bien: yo escribo. Si estás de acuerdo, imprimo el texto y luego vos ponés firma, aclaración y número de DNI. ¿Te parece bien?
Se arremangó el sobretodo y me mostró sus brazos: terminaban en dos vendajes mochos. Vio mi cara de asombro y entonces lanzó:
—Ya le dije: se me fue la mano.
El silencio se volvió espeso. No sabiendo si reírme o consolarlo, me acomodé detrás del teclado y empecé a tipear la carta de lectores.
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