La luz de la López Pereyra

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Carlos Renoldi | #FiccionesEzeicenses


Durante mi infancia, la rutina diaria después de la escuela, el almuerzo y la obligada siesta (de la que solíamos escapar como pequeños prófugos del sueño) era salir a ver qué pasaba en la casa lindera de los primos y abuelos. Esa casa, con su patio lleno de macetas y su galería siempre tibia, era un universo paralelo donde todo parecía tener otro ritmo. Mi atractivo mayor era encontrar al abuelo, que solía tocar su vieja guitarra con una paciencia infinita y un gesto sereno que parecía detenido en el tiempo. Ya en esos años de la década del 70, su encordada tenía más de cien años. Era como esas que se veían en las películas de Gardel: chiquitas, alargadas, con sus clavijas de palo, y un sonido que parecía venir de otra época. 
Solía estar guardadita en un ropero de su pieza para que no se golpeara ni se humedeciera. Cuando el abuelo andaba distraído o dormido en la galería, yo entraba despacito, en puntas de pie, tratando de que el crujido del piso de pinotea no delatara mi presencia. Iba a su pieza y sacaba la guitarra de entre la ropa que colgaba de las perchas, en medio de camisas de manga larga y un saco de lino que solo usaba para las fiestas. Me sentaba en la cama con respeto, casi con solemnidad, y repetía bajito dos acordes que aprendí de verlo: un do menor medio chueco y un mi mayor que a veces sonaba limpio, a veces no.
Un día, el abuelo me descubrió. Lejos de enojarse, se puso contento. Me miró con una mezcla de sorpresa y ternura, y me alentó a seguir. Desde entonces, cada tanto, me llamaba a su lado y me mostraba algún secretito de la cejilla o una forma distinta de rasguear. Poco a poco fui aprendiendo algunas cosas. Él, orgulloso, solía tocar la zamba “La López Pereyra”, que era una de las pocas canciones que sabía entera, junto con algunas tarantelas y milongas. Esa fue la primera canción que yo aprendí de memoria, y durante un tiempo creí que era la única que valía la pena tocar. 
Después de su muerte, muchos años más tarde, fui a ver a una tía que quedó en la casa familiar y recuperé la vieja guitarra. Estaba inutilizada, sin sus cuerdas, con el mástil combado y la caja rota. Imposible de restaurar. Aun así, la traje conmigo y terminé colgándola a modo de homenaje, a un costado del escenario de nuestro bar, donde hoy actuamos con amigos y cantamos los viernes por la noche. 
Hoy, cada vez que toco “La López Pereyra” en nuestro escenario, una tenue luz amarillenta, casi imperceptible, se enciende dentro de la guitarra. El resplandor sale claro, diáfano, memorioso.

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